domingo, 10 de julio de 2011

Las piedras que suena el río

       Permanece atrás rezagada avistando como los seis hombres con una acompasada destreza cargan encima de los  hombros el pesado bulto. Sofía encola el aguado sentimiento en ese barnizado cajón que le empobrece el suspiro. Cruzan el río por una ruta estrecha que es protegido desde la orilla por un batallón de álamos negros. De repente, nota la rauda sombra de su hijo doblar adelante en una curva pronunciada que describe el recorrido del camino; sospecha que es una alucinación del viento, siente que es el frío clima que la incita a desvariar. Luego de vencer sus espejismos…, continúa fija en ese ejército de hombres que no desafinan en su andar y se mimetizan en oscuras marionetas de madera.
       Ella no exhibe su compungido rostro, lo abriga en un afligido velo y, parsimoniosa y desapercibida, recorre como una ofuscación la terrosa travesía junto a la sucesión de personas que caminan de modo solemne y ordenada. Sofía entra en el inequívoco paréntesis de su devenir, sofocada por imperecederas emociones en la que señorea la súbita melancolía y lo peor es que no le es permitido consumir esa tristeza con nadie. Los residentes del pueblo de Finis la aprecian y la quieren por siempre a esa carita que busca ser prófuga de cualquier mirada; atiborrada de pecas, con esos lentes de maestra, le preñan de inocencia y sencillez ¡pero nunca ha sido una mujer apocada!, ya que posee una formidable personalidad. Usualmente, Sofía domina el escenario de forma natural; cada vez que pronuncia palabra, la mayoría la escucha no importando el momento.
         El recuerdo..., al recuerdo se le puede engañar con una falsa impresión, se le puede ahuyentar por un rato del caserío de la mente, se puede hacerlo a un lado por un espacio muy breve, pero su eviterna presencia residirá allí, no importa el tiempo ni el espacio en que te encuentres…, aunque deambule por doquier como fantasma que languidece con nuestra propia sombra. Tantos años de alegría que la vida le otorgó, que desde unos días para acá no ha sabido cómo revertir lo marchito que ha aparecido sobre su piel, pues está segura de retornar y reconocer la locura, no importándole el precio a pagar. Ahora la memoria golpetea constantemente como torrentes de olas sobres las piedras que suena el río. Definitivamente no se pueden falsear las componendas de la existencia; su pueblo, Finis, desde que se marchitó no es el mismo para ella, pues su ilustración ha cambiado para siempre.
       Sofía deambula por el medio del hosco sendero y, sin avisar al ambiente, principia a verter el desconsuelo como si los folios de su mustio libro se desprendieran insumisos. Sin percatarse de que se aparta de Finis, remonta la colina más alta de las afueras del pueblo y llega hasta la ermita. Los hombres, con sumo cuidado, sitúan la urna en la impasible fosa y Sofía, en una exhalación, presta atención a su demacrado hijo recostado a un menguado y agrietado álamo, que sobre un pañuelo desboca tempestades de llanto.
       Lentamente cubren de tierra el hoyo, mientras los concurrentes, al pasar, le arrojan una manoseada flor y se van retirando del lugar. Sofía experimenta una sensación de que conoce esta fecha y que en el presente se repite lo que había borrado de su calendario lunas atrás. Comprende que ¡jamás lo hizo!; indestructiblemente estuvo mintiendo en el olvido como un escritor que desanda entre tantas historias saturninas. Mientras en un sudario de presencias palpa suavemente la capilla, pormenoriza la distancia con sus desorientados ojos y reverencia muy en lo hondo a la brisa que adula la puesta del sol. Sofía, a la distancia, clava sus cuencas en la desolación de su hijo y despierta la retentiva para vociferar al mundo: “¡Jamás en la eternidad lograré olvidarte..., hijo mío!”, entretanto manosea la inscripción en la lápida: “Te queremos, Sofía. El pueblo de Finis”.




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